9/5/11

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María Virginia Jaua - salonkritik

Tendréis que ser benévolos pues se trata una vez más de lo que no hay. De lo que se nos escatima, precisamente de aquello que todo el mundo reclama –de manera casi automática y sin detenerse mucho a reflexionar por y para qué— y que esta vez por muy distintas razones —que haremos todo lo posible por traer y hacer visibles en este pequeño texto— no puede haber: la imagen del supliciado.

Esa imagen mórbida del cadáver del llamado “peor” enemigo de Occidente, del terrorista que marcó para siempre la historia del mundo en tiempo real con la apocalíptica imagen de la caída de las torres gemelas: Osama Bin Laden. La que se reclama hoy es precisamente otra imagen —la respuesta— surgida de una operación llevada a cabo secretamente en directo: la de su captura y ejecución.



Esa imagen es la que se reclama desde los más recónditos rincones de nuestras mentes ávidas, sin que importe demasiado el grado de —perdón por el pleonasmo— degradación y que se exige en primera instancia como prueba fehaciente de un asesinato presentado al mundo paradójicamente como show encubierto: “Hoy Osama Bin Laden ha muerto” se anunció, con las mismas palabras ambiguas que el protagonista de El extranjero anuncia el fallecimiento de su madre. Y con ese tiempo verbal, un tanto suspendido se activa la primera reacción del apóstol incrédulo: ver para creer.

Sobre todo porque hubo un grupo de personas que sí vio en tiempo real, en vivo y directo y es precisamente a ellos, sentados frente a lo que suponemos una pantalla a quienes sí podemos ver reaccionar frente a los hechos: con mucha seriedad, con una enorme tensión, incluso con el gesto dibujado en el rostro del que “se resiste a ver” el horror con los ojos bien abiertos y es precisamente esta imagen creada por reflejo, la que nos presentan como prueba de lo que nos quieren convencer, esta vez por un camino contrario al de la aletheia (según el uso de Heidegger), es decir, por la vía de la ocultación, que curiosamente es el mismo del velo.

Hay también en esta imagen la “de los que sí ven lo que no quieren que nosotros veamos” un voyeur juego de espejos. Nosotros desde nuestra pantalla miramos a quienes miran a su vez otra pantalla: la pulsión de la mirada de aquél horror puesta en cascada, mientras el objeto se escapa, como doble fantasma: la de una imagen fantasmática que además no está, y que por lo tanto no existe. Aunque quizás por esa lógica, a la que las imágenes del arte nos ha acostumbrado, su existir en la negación se confirma.

Resulta esta vez una lógica mucho más perversa, por medio de la cual aquello que se conoce como episteme escópica, es decir, la estructura abstracta que determina el campo de lo cognoscible en el territorio visible, invierte su estructura, para devenir su versión negativa: aquella estructura abstracta que determina el campo de lo cognoscible en el territorio de lo “invisible”, aquello que no vamos, que no podemos, para decirlo claramente y sin ambajes, aquello que se nos prohibe ver.

Se pide a gritos una imagen que “de fe”. Los medios se encargan de manifestar y difundir la demanda: quizás ellos son los primeros interesados pues todos sabemos lo que puede valer para ellos una imagen, y sobre todo esa imagen. “Una imagen vale más que mil palabras” y ellos lo saben mejor que nadie, es el oro con el que se consolidan sus transacciones, la energía vital de ese complejo sistema de la información y su producción simbólica.

Pero, regresemos a la idea central, de que no hay tal imagen. El presidente de los Estados Unidos, quizás en un acto casi tan contundente como la autorización de la operación misma, “prohibe las imágenes”. Da una razón que en primera instancia parece razonablemente consciente: lo hace con el fin de evitar la furia y la indignación de los musulmanes, para proteger a su pueblo y al de las naciones aliadas de las represalias. Sin embargo, tuna vez más todo hace pensar lo contrario, parecería que Obama la reserva para evitar que el terrorista supliciado encarne a un nuevo mártir, a un nuevo hijo del hombre.


Recordemos también el origen de las imágenes en su relación con los ritos mortuorios al que solo las clases patricias de Roma tenían acceso y privilegio. El presidente de los Estados Unidos —y su equipo de asesores— parecen estar muy consciente del poder de las imágenes y aunque la cultura musulmana no tiene una relación con la producción icónica como la tenemos en occidente no va a correr el riesgo de dar la imagen como sí da la muerte sobre la que otra secta de alucinados entregados al profeta se sostenga y haga más fuerte.

Mientras que, simples espectadores de una complejísima trama política en la que se urden sofisticados juegos (que muy pronto estarán disponibles en versiones 3-D para consola) en los que se produce “la Historia” nosotros apenas logramos asomarnos a los umbrales de lo visible, puesto que sólo se trata de un ejercicio de lectura, como podría ser la de un poema —hecho imagen cinematográfica— del cual en este momento quisiera invocar la fuerza metafórica —como una plegaria—  no sólo ante la amenaza de los dogmas de fe sino ante lo que en términos de la verdad podría ser la muerte:

Que se cumpla lo previsto. Que ellos den crédito y se rían de sus pasiones. Lo que ellos llaman pasiones realmente no es una energía anímica, sino un roce entre el alma y el mundo exterior. Lo principal es que crean en sí. Y estén desamparados, como niños, porque la debilidad es grande, y la fuerza fútil. Cuando el hombre nace, su cuerpo es débil y ligero, cuando muere es fornido y duro. Cuando un árbol crece es tierno y mimbreño, pero cuando su tronco está seco y rígido, se está muriendo. La dureza y la fuerza son satélites de la muerte. La flexibilidad y la debilidad expresan la lozanía de la existencia. Por eso, lo que se ha endurecido no vence.